lunes, 2 de mayo de 2011



La Censura. Revista mensual Madrid, agosto de 1852


Teología moral
682 Tratado de Embriología Sagrada
año VIII, número 92 páginas 731-733
por Riesco Le-Grand, colegial mayor que fue en el insigne de pasantes teólogos de Alba de Tormes, antiguo profesor de filosofía, matemáticas y fundamentos de religión, socio de mérito y catedrático de geografía del instituto español, individuo de la academia literaria de profesores de primera educación de esta corte y de otras sociedades y academias &c.: un tomo en 8º marquilla.
El autor de esta obra define la embriología sagrada una parte de la teología que se ocupa del embrión, del feto y del niño naciente como sujeto capaz del bautismo. Parecía pues que al tenor de su definición tratase sólo de aquellas materias verdaderamente propias de la embriología sagrada, esto es, de las obligaciones de los sacerdotes, de los médicos, comadrones y parteras respecto del embrión, feto o criatura para administrarle el bautismo y salvarle la vida espiritual por lo menos, ya que no pueda ser la temporal. Mas el señor Riesco no ha seguido este plan sencillo y natural y se ha engolfado en cuestiones puramente médicas y en otras que solo conciernen al confesor y al teólogo consultado para la resolución de ciertos casos graves. Así nos parece que está fuera de su lugar lo que se dice del alma en el capítulo I, párrafo 2; nociones mas propias de un tratado de psicología que de la embriología. El párrafo de la generación pudiera haberse abreviado sin omitir nada de lo sustancial e importante. El capítulo II es enteramente superfluo, si se exceptuan algunas ligeras nociones sobre el embrión, el feto y los monstruos. En efecto ¿qué tiene que ver con la embriología sagrada la preñez de la mujer en sus diferentes especies y estados? ¿A qué viene aquí el párrafo de las razas, que ocupa sesenta páginas y está repleto de una erudición inoportuna? Cierto que sacarán mucha luz de esas noticias los sacerdotes, médicos y parteras para el cumplimiento de su obligación en un caso de parto difícil o de operación cesarea.
El capítulo III, en que se habla de las enfermedades de la preñez, de las agudas y crónicas, de la higiene de las embarazadas, de la conducta del sacerdote en los embarazos ilícitos y de la del médico, es ajeno de esta obra; pues los párrafos 1, 2, 3 y 5 corresponden a un tratado de medicina y el 4 a una suma de teología moral.
En el capítulo II de la segunda parte sobra la pragmática del rey de las dos Sicilias tocante a la operacion cesarea y a los abortos, por la sencillísima razón de que en España no tenemos nada que hacer con las leyes de aquel reino. Para noticia histórica bastaban media docena de renglones.
El capítulo III no viene a cuento, porque si se exceptua lo que se dice en los párrafos 3 y 4


acerca de la asfixia y de la apoplegía de los recien nacidos, ¿qué le importa al párroco la explicación científica del alumbramiento natural y del artificial, los cuidados que reclama la madre, y los que necesita el recien nacido? ¿Tiene todo esto alguna conexión con la embriología sagrada? El señor Riesco a nuestro juicio ha confundido las materias únicamente peculiares del médico, del confesor o del teólogo con aquellas que es necesario sepan el párroco, el facultativo o la partera cuando se hallan obligados a salvar la vida espiritual del feto o de la criatura, y si pueden, la temporal también. El médico claro es que no recurrirá a este libro para adquirir conocimientos en su facultad; y el moralista, si ha de buscar en la medicina los auxilios necesarios para la resolución de algunas cuestiones, también tendrá que consultar otras obras. Asi la superfluidad de que adolece este tratado de embriología sagrada, [732] no puede subsanarse por las razones que alega su autor.
Ahora haremos algunas observaciones respecto de ciertas opiniones, lugares o palabras que nos han llamado la atención.
En la pág. 27 leemos:

«Sobre esto podemos asegurar de una señora que tiene ocho hijos y dos hijas, todos adultos, la cual siempre que se llega al tribunal de la penitencia, no duda afirmar que ignora cómo el Señor le ha concedido tan dilatada sucesión, pues jamas ha experimentado placer alguno en el acto conyugal &c.»
¡Qué revelación tan imprudente! ¡Qué poca circunspección en lo que mira al sigilo sacramental, aunque sea remotamente, y al tremendo tribunal de la penitencial ¡Cuánto daño pueden hacer esas palabras a la religión y más en el día! ¡Qué disgusto pudieran acarrear a alguna familia! Parece increible que un confesor haya tenido la inconsideración de estampar esa especie, de suyo muy delicada y por otra parte innecesaria.

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